miércoles, 5 de noviembre de 2008

Melitona


Melitona Enrique

¿Acaso la memoria sigue la línea del tiempo?


Silencio.
Melitona Enrique también apeló al silencio para salvarse. Tuvo su prueba de fuego cuando la arrastraron hacia el corazón del monte bajo la balacera policial. Tenía que aguantar el dolor.
Las espinas, los arbustos y no sé cuántas cosas más marcaron su cuerpo como en una yerra. Nada podía ser más fuerte que su vida.
Sólo gesto. Nada de gritos. Nada de llantos.
Nada.
Su tío le dijo que el silencio era tan importante como esconderse. Si era necesario había que olvidar.
-¿Volver?
-Volver no.
El llamado de los santones no sonaba bien. No era el latido de los dioses; sino que parecía gemido, gemido ahogado de dolor, dolor de un corazón gigante que soportaba picotazos de cuervos.
De cuervos blancos.
Los caciques, los santones, Pedro Maidana, Dionisio Gómez y Machá estaban prisioneros, heridos, amenazados, y los obligaban a llamar a quienes se habían escapado.
En el Aguará el cielo era tristón, y ahí sí que no llovía. Apenas si el agua salpicaba.
Ella, una hermosa joven, joven toba qom, de 23 años, no sabía cómo borrar lo sucedido esa mañana, esa mañana de sábado, sábado neblinoso.
Ese 19 de julio de 1924, sangriento, cuando esos hombres blancos, shegua lapagaic kabemaic, mataban y mataban desde un aparato que volaba. Aquellos labios de aquellas bocas con aquellas dentaduras.
Aquellos hombres blancos, shegua lapagaic kabemaic, hombres blancos con gafas negras, que miraban y se reían desde arriba.
¡Cómo olvidarlo!
Se reían como diablos, y gritaban como lobos.
Abrían la boca… Abrían la boca y lanzaban bocanadas de fuego
Se reían y festejaban cuando caían los niños con miradas extraviadas, tropezando con mocos y estallando contra el suelo.
Se reían y festejaban cuando caían las mujeres con muecas desgarradoras, con los pechos repletos de savia, estallados, revolcándose en la tierra, escapándose del barro de sangre, sudor y pánico.
Se reían y festejaban cuando caían los ancianos con sus brazos abiertos y las dentaduras al viento pidiendo clemencia para su gente.
¡Cómo olvidarlo! ¡Cómo olvidarlo!
Y después los policías a caballo que disparaban. Era un concierto de desgracias. Y los de a pie que degollaban con tanta furia que los uniformes reventaban.
No parecían seres humanos.
¿O sí?
¡Cómo olvidarlo! ¡Cómo olvidarlo! ¡Cómo olvidarlo!

Pero el miedo arrancó el párrafo más triste, insoportablemente triste.
Melitona fue inclinando despacito su cabeza
Silencio con la cabeza baja.
¿Vergüenza?
¿Respeto?
¿Angustia?


Corrían hacia el monte con desesperación. Caían y se arrastraban entre cadáveres de familiares, de amigos, entre los truenos de las armas, entre los gritos, entre los sollozos.
El llamado. La voz. Los gritos de los santones no sonaban bien. No eran latidos de los dioses; parecían gemidos, gemidos ahogados, ahogados de dolor.
Ya no había corazón.
Los picotazos de los cuervos blancos deshilachaban las almas, y la sangre, y la tierra, y el agua, y el monte; en fin: los dioses, o la vida.
En carne viva.
Todas llagas.
Durante el mediodía de ese maldito sábado, el avión, ese cuervo blanco gigantesco, sobrevoló el lugar de la masacre para ver si quedaban aborígenes vivos.
Las llamas de una fogata gigante hincaban el trono de los dioses.
Un viento acarició las heridas en El Aguará.
No había que volver.
Sudor frío.
Aquella mañana, Melitona corría hacia el monte y cayó. Entre todos la arrastraron más de quinientos metros. Estuvo días sin comer. Ella y su madre no probaron bocado. No tenían nada, ni agua.
Al monte, a ese inmenso Pi`oxonaq, sólo le pedían protección para que el dolor nutra la divinidad. Varios días, varias noches, desnutridas, deshidratadas, heridas, arrastrándose hasta que se abrazaron a la tierra con toda la fuerza y ahí se quedaron.
Aplastadas como láminas humanas.
Sus huesos parecían senderos de hormigas y sus cabelleras mimetizadas con el verde golpeado, chamuscado, invadían las gramíneas.
Nadie las veía; aunque las pisaran esas botas de esas borracheras malnacidas; aunque los cuervos blancos ingresaran a picotazos al verde boscoso; aunque los machetes brillaran y los balazos zumbaran.
Nadie, nadie las veía.
El silencio era montés, el olor era montés. Los pumas entendían, las víboras colaboraban y entre imperceptibles movimientos, ellas, madre e hija, unidas por un finísimo hilo de respiración eran espirales de enredaderas sobre hojas, tallos, troncos, ramas. Eran verdes cuando había que ser verdes. Eran marrones cuando había que ser marrones. Eran gris humo de barro cocido cuando había que esfumarse.
La vida.
¡Cómo cuidar la vida!
La madre no aguantó: Se fue en sangre.
Melitona sintió el escalofrío del último respiro pero siguió escondida por los bosques hasta que se hizo olvido, y con el olvido a cuestas pudo llegar a Quitilipi.
En Quitilipi fue lechuza, fue carpincho, fue tatú, fue vizcacha, fue liebre.
En el peregrinar perdió los abuelos, los hermanos, los tíos, los primos; mientras le giraban sin cesar por su cabeza los consejos de la sobrevivencia:
—El silencio es la salvación; y el olvido es la eternidad.
En el camino entre Quitilipi y Machagai, entre cosechas mal pagas, entre los días negros en los hornos de carbón, en los cortaderos de ladrillos, entre las espinas y las astillas en el juntado de leñas, en las noches obrajeras, el olvido se le hizo más profundo, tan profundo como el miedo.
Y así, mansamente, emprendió el regreso al paraje.
Las cicatrices hacían de su cuerpo un aliento.
Ya no quedaban rastros de la fogata ni los huesos de su tribu ni el llamado del santón.
El Aguará era otro paraje. Estaba distinto. ¡Tan distinto que, donde estaban las tolderías habían sembrado algodón!
El silencio, el olvido, el sufrimiento, las penas, todo, todo se aceptaba porque la sangre estaba en El Aguará.
El silencio, el olvido, el sufrimiento, las penas, todo, todo se aceptaba; porque la sangre estaba en El Aguará.
Llegó como un fantasma, como si lo vivido hubiese sido una leyenda.
La angustia se había endurecido en las entrañas de Melitona.
Su piel empezó a oler distinto.
Su color era distinto.
Se había acostumbrado a la ronda de los cuervos blancos.
La mujer había cambiado, y para siempre.
Sobreviviente.
El Aguará, triste.Y más triste cuando asomaban las nubes y soplaban los vientos, y el Norte volvía marrón el verde, pajonal bravo, y alejaba el capullo del algodonero.

Para visitar a Melitona, la sobreviviente, tuvo que estar con la resistencia baja y los dioses distraídos:
Los sueños y las promesas tienen que chocarse y los chispazos de apuros enceguecer de bronca.
Tendría que llover para que la altanería del dokse escurra.
¡Ahora sí!
¡Ahora sí!
Sin apuro, humilde, con los sentidos atentos a señales simples e invalorables.
Llovía.
Y el carro que iba de cuneta en cuneta —como un tractor[U1] — hacía huellas en el barro, que parecía intransitable.
Era un viaje de iniciados.
—Atravesar el cementerio, que el barro te pegara en el pecho, y que Melitona mirara sin mirar, guiando al Norte, orientado hacia el encuentro, no era nada para Rosa Chará.
La hija de otra sobreviviente fallecida en 1996.
No[U2] llevábamos mercadería para la abuela —se lamentó el marido de la comadrona.
—Alguien nos está espiando —le dije a Rosa.
—No, no. Quédese tranquilo. Es el escalofrío de la lluvia y el barro. Hace nueve meses que no llueve — respondió tranquila la guía.
Cuando nos acercábamos al rancho, en pleno Aguará, a pocos metros de donde sucedió la terrible masacre, tuve una sensación tormentosa centrada en la visita de animales que hablaban e invitaban a pescar y a preparar el fuego esclarecedor.
Un carpincho dijo que los muertos que perdieron la vida injustamente no estarán tranquilos y rondarán las tierras de sus antepasados.
El fuego latía apenas en el rancho de los hermanos Irigoyen. Dicen que el fuego está siempre y late tranquilo. El humo no molestaba.
El espanto era llevado en andas por la perrada que peleaba palmo a palmo su existencia entre sarnas, garrapatas, moquillos y un ejército de parásitos.
Los mosquitos y los jejenes protestaban por la cortina de humo entre cenizas que prolongaban el gris de la cabellera de Melitona, que alguna vez fue azabache.
La anciana toba-qom vivía aún ahí.
Estaba ahí con dos de sus doce hijos, postrada en algo semejante a un catre, donde arañaba un lugar entre los animales y con quienes quería compartir sus 107 años.
Esos años que le enseñaron que su historia, la historia de su pueblo, se había reducido a derrota. Derrota con olor a genocidio.
Genocidio dando paso al exterminio.
Movía constantemente sus manos como si estuviera hilando algodón.
¡Algodón!
Aquel algodón que tanto apetecían los ingleses para su industria textil de Lancashire.
Aquel algodón que tanto apetecían los norteamericanos para abastecer a los ingleses de la Cotton Supply Association.
Aquel algodón que tanto apetecían, que tanto necesitaban las fabriles ciudades de Manchester.
Pero ella sólo sabía de administradores, capataces y colonos blancos.
Acariciaba un trapito azul agradeciendo la única suavidad que conocieron sus agrietados dedos.
Se limpiaba con una precisión horaria, a cada rato, sus ojos profundos que se humedecían automáticamente y parecían llorar a cuenta de tanto horror que vio.
Se limpiaba con el mismo trapito azul la boca que se abría buscando oxígeno para dibujar palabras después de tanto silencio.
Napalpí.
Aquella terrible matanza del algodón.
El padecimiento amasó silencio de víctimas, y más silencio de victimarios. Años y años en silencio. Años y años de crónicas distorsionadas. De lechuzas malagüeras, de quitilipis heridos.
Napalpí impunidad, Napalpí miedo, Napalpí resignación.
La vida siguió dura, durísima, cruel para los aborígenes.
Nunca pareció vida.
Los descendientes de las víctimas dijeron que vivirán un eterno Napalpí.
Un Napalpí actualizado, un Napalpí vigente.
La masacre de todos los días.
Melitona enfermó y no le quedaron fuerzas. Ya no tuvo aquella fuerza que usó aquella mañana, cuando los policías del Territorio del Chaco ametrallaban y ametrallaban, degollaban y degollaban, empalaban cadáveres, extirpaban cuerpos, violaban mujeres y niños, y jugaban con los restos de las ancianas.
Y no pudo escapar a tiempo como escapó con su madre.
—Los policías andaban a caballo. Pero los que venían a pie ametrallaron primero —tradujo Sabino.
Siempre tuvo miedo a los uniformados. Ese miedo nunca se le fue.

De tanto olvido, ahora está olvidada, lejos del pavimento, reducida a un cofre donde hay silencios, o cosas sencillas, o sabiduría que no cotiza en el mercado.
Sigue el hambre, el abandono, pero come, come al compás de un salto por un bizcocho, al compás del salto de un caballo geográfico en un complicado tablero de ajedrez.
Los medicamentos llegan cuando hay gasoil para la camioneta de la posta sanitaria.
—Hoy ya no nos matan a palos y a balazos —dijo pausadamente.
Se fueron para la casa de don Segundo, donde protegían a los refugiados. Allí se enteraron de que desde el aparato que volaba mataron a sus abuelas, y que los policías a caballo asesinaron a los abuelos.
Melitona tenía los crímenes en la sangre cuando se casó con Dalmacio Irigoyen. Sus doce hijos heredaron el miedo y se debilitó la dignidad qom de los caciques Dialrochií y Juanalraí.
Prevaleció la derrota.
La sangre se estiró inevitablemente y como brazos infinitos, de aquí en más, sobrevivirá licuada, mezclada, hasta secarse en más crímenes.
Y se extinguirá una lengua muda.
Hace poco se enteró de que sus hijos y sus hermanos están desparramados por los barrios tobas de Buenos Aires, por el barrio “Los Pumitas” de Rosario, por Santa Fe, por el barrio Qom lec de Formosa, por el Chaco.
Nunca más los vio.
Otro dolor vivo.
Las piernas no le respondían. La sacaron afuera en un lindo día, para que caminase un poco, para que vea con esos ojos llorosos el campo, para que no pierda el suspiro de belleza, ese esfuerzo por soñar, aunque sea por una ayuda.
Melitona no estuvo acostumbrada a usar la memoria. No la usó. La mantuvo quieta, casi agonizante, mucho tiempo. Pero, de a poco, naturalmente, su memoria quiso resucitar. Y en esos espasmos memoriosos, habló, recordó que trabajaban los hombres y las mujeres todo el día.
Había organización.
Las mujeres se ocupaban de los quehaceres en el rancho y en la cosecha.
Se escaparon muchos. No supo por qué vinieron a matarlos ese día de crespón negro. Estaba convencida de no tener culpa.
«Nadie avisó que querían pelear. Estábamos durmiendo porque la noche anterior tuvimos fiesta.
Los administradores y los capataces se habían ido».
Su tío se volvió loco. Pegaba cabezazos a la tierra, a los árboles, y corría de un lado para otro. Enloqueció cuando regresaba al lugar de la matanza y en el camino vio cómo los cuervos destrozaban los cuerpos de su madre y de su hermano.
Volvió la memoria, y en un qom contaminado de castellano primitivo dijo que su marido también se escapó de Napalpí.
Irigoyen trabajaba de boyero, y contó:
«Nuestros hombres se amontonaban para el reclamo. Les pagaban muy poco en el obraje, por los postes, por la leña, y por la cosecha de algodón. No les daban plata. Sólo mercadería para la olla grande donde todos comíamos. Por eso se reunieron para reclamar a los administradores, para decirles a los patrones del mal trato.
Y se enojaron y por lo que contaban, en Resistencia, el Gobernador se enfureció.
El reclamo, el pedido de nosotros, los enojó.
Y nos mataron.
En el Aguara éramos como mil aborígenes cuando atacaron. En las tolderías no había armas de fuego. Y nos mataron más de doscientos: hombres, mujeres, ancianos, ancianas, y niños. Los hombres querían volver a las tolderías pero éramos perseguidos por la policía. Nunca hubo malones. Querían que trabajáramos a cambio de nada, querían sacarnos las tierras, querían eliminarnos.
Querían eso: eliminar a todos los aborígenes y meter gente criolla, gente gringa. Los aborígenes queremos trabajar en agricultura».
Melitona se hundió en el qom milenario y Mario y Sabino Irigoyen, los hijos que más la cuidan, se hundieron con ella.
Desde una profundidad milenaria nació una voz. Imposible saber si era de la anciana, de la sobreviviente, o de los hijos. Pero la esencia era una sola:
«Trabajar como aborigen.
Los aborígenes no somos malos.
Los blancos nos quieren eliminar:
¿Por qué?
Si todos somos iguales».
[U3]
Silencio.
Volvieron del silencio.
Ella esperó.
Ella necesita.
—Al techo de su rancho le pusimos una frazadita por la calentadura del sol —explicó Sabino Irigoyen.
Sequía.
Inundaciones.

Verano.
Viento Norte.
Chaco caluroso.
Chaco adentro.





















Nota: Este texto promovió los festejos oficiales que el Gobierno de la provincia del chaco le ofreciÓ a melitona enrique, el 16 de Enero de 2008, al cumplir 107 años de edad, y donde el estado pidiÓ disculpas por la matanza de napalpÍ.


Melitona Enrique vive desde enero del 2008 en Machagai

La joven qom de aquellos tiempos


Las vizcachas salieron y se pusieron a tocar instrumentos ocasionales y a bailar.
El Aguará se transformó en una pista bailable grande.


1


Melitona había escuchado hablar, en varias oportunidades, de la araxanaq’ late’, víbora madre, víbora masculina y femenina, que provocaba terremotos y calamidades cuando se enojaba. Pero ella nunca la tuvo en cuenta hasta que llegó su fiesta, la fiesta de su pubertad.
Melitona regresaba del monte y de repente sintió miedo.
Eran pasos de blancos, de aquellos hombres blancos, de mal carácter, los shegua lapagaic kabemaic que violaban, y violaban a las chicas tobas-qom.
Corrió menstruando y maravillosamente se zambulló en la tierra. Su silueta delgada serpenteaba sobre un sendero de hormigas coloradas, adornado de espinas.
Se sentía acompañada por lagartijas, que la defendían moviéndose sin ton ni son para despistar y con una habilidad propia de la naturaleza, contorneándose, ingresó en una vizcachera.
A pesar de todo, llevaba buen aliento, colores vivos y olores desafiantes.
En la galería subterránea se topó con las habitantes de la madriguera.
Melitona irguió sólo su torso y apoyó sus manos para sostenerse. Aguantó la respiración y las miró fija[U4] .
Las vizcachas entendieron el mensaje y rápidamente salieron a escarbar por todos lados para construir una, dos, tres, varias, muchas salidas.
El ruido y el movimiento que había dentro de la tierra asustaron a aquellos hombres blancos, aquellos hombres de mal carácter, los shegua lapagaic kabemaic que bajo una pavura inusual escaparon de El Aguará.
Dicen que creyeron que era un terremoto.


2


Dalmacio Irigoyen era un bravo kom late¨ e. Llegaba al galope a las tolderías de El Aguará. Siempre parecía desbocado, desbocado como su caballo.
Hombre y animal hacían una yunta frenética.
Un día se detuvieron en seco. Fue un instante. Dio la sensación de que hasta su caballo lo trató de loco.
¡Sí, loco, alaxaic, fuera de sí!
Cuando la vio, quedó loco.
Quería tener hijos con ella.
Pasó el tiempo y Melitona se había apoderado de sus sueños.
Una noche salió desesperado y la luz de una de las estrellas blancas que lo acompañaba en su camino hacia Quitilipi le hizo ver que Melitona no era cualquier mujer, era especial, y tenía algo que hacer para su gente, una tarea superior; por eso la seguían Huashi, la enanita de la fecundidad, y la araxanaq’ late’.
Irigoyen no se dio por vencido, y por consejo de su primo que estaba casado con la hermana de la joven, buscó ´Iyaxaic, la hierba para excitar el amor, y se la dio en un encuentro fortuito.
Melitona no comió.
Irigoyen se puso triste.
A pesar del rechazo, una tarde de lluvia, Irigoyen insistió, y la esperó debajo de un palo santo, árbol sagrado de los tobas, y apenas salió el arco iris asomó Melitona sonriente.
Tuvieron doce hijos.


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